jueves, 10 de junio de 2010

Crisis energéticas.

Hace unos días, en una entrevista que concedió a un canal de televisión, Felipe González, el ex presidente del Gobierno español, se refirió a la cuestión que nos ocupa e identificó tres grandes medidas que -cabe entender- debían acometerse simultáneamente. Si la primera era el progresivo despliegue de energías renovables, la segunda aconsejaba diversificar las fuentes de suministro y la tercera sugería reabrir, en fin, el debate relativo a la energía nuclear.
Nada hay que oponer, por lógica, al despliegue de energías renovables, en el buen entendido de que éstas no deben servir -como se adivina en muchos de los discursos oficiales al uso- para preservar el estilo de vida depredador y despilfarrador que se ha impuesto entre nosotros. La propia lógica de esas fuentes de energía reclama una actitud, individual y colectiva, estrechamente vinculada con la sencillez y la sobriedad voluntaria o, lo que es lo mismo, orgullosamente alejada de las exigencias del mercado y de su permanente y artificial creación de necesidades.
Mucho menos estimulante es la tercera de las propuestas vertidas por González. Hablo, claro, de la que se refiere a una energía, la nuclear, que me temo es pan para hoy y hambre para mañana. Quienes desean convertir esa modalidad de energía en la tabla de salvación para nuestras economías señalan comúnmente que será preciso multiplicar por tres el número de centrales atómicas existentes en el planeta. Habida cuenta de que las estimaciones concluyen que hoy tenemos uranio para un escaso medio siglo, el cálculo se antoja sencillo: de verificarse la multiplicación referida, nos quedará uranio para tres lustros. Aunque no sólo se trata de eso: sabido es que, mientras los residuos generados por las centrales configuran un dramático regalo para las generaciones venideras, la construcción de aquéllas es muy lesiva en términos de cambio climático, la energía que producen resulta siempre costosa y, por dejarlo ahí, las condiciones de seguridad dejan mucho que desear. Circunstancias como las mencionadas aconsejan concluir que la energía nuclear no es esa cómoda e higiénica panacea que algunos, a menudo interesadamente, aprecian.
Si alguien me pregunta por qué Felipe González -y con él tantos otros- prefiere esquivar un horizonte tan razonable y hacedero como ése, responderé sin margen para la duda: porque ese horizonte implica cuestionar la lógica sagrada del mercado y, con ella, los intereses de poderosas empresas empeñadas en conducirnos camino del abismo. ¿Cómo es posible que al tiempo que se dice apostar por la sostenibilidad se perfile un programa de ayudas públicas llamadas a facilitar la adquisición de automóviles privados, esto es, la promoción de uno de los elementos centrales que dan cuenta de la insostenibilidad energética y medioambiental de nuestras sociedades?
Que estamos obligados a introducir energías limpias y renovables resulta evidente. Casi tanto como que, al tiempo, debemos apostar con rotundidad, en el Norte opulento, por significativas reducciones en los niveles de producción y de consumo que dan alas a un orden de cosas en el que salgan adelante, con no menor rotundidad, la atención de las necesidades sociales insatisfechas y el respeto puntilloso del medio natural.

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